Si hay algo que hemos aprendido de cada revolución industrial, es que una vez que estas se ponen en marcha, los cambios que generan se producen con gran rapidez. Demás estaría repetir a esta altura del libro que mi temor es que la velocidad de la 4ta Revolución Industrial, o la revolución de la AI, según cómo la queramos ver, presentará cambios a velocidades nunca antes vistas, y eso reducirá las posibilidades de re-entrenamiento de la fuerza laboral en un mercado constantemente cambiante.
El consumidor moderno, demanda los nuevos productos y servicios que le dan una mejor calidad de vida a cambio del precio más bajo posible, y en ocasiones, hasta demandan que sea “gratis”, entre comillas claro porque gratis no es nada, como el caso de las redes sociales que nosotros percibimos como algo gratuito pero en realidad nosotros somos el producto para las marcas que se anuncian en estas plataformas. Esto en parte fue impulsado por un cambio de paradigma en cuanto a la noción de privacidad que tenemos. Aquellos consumidores que nacieron a partir de la década de los 90, crecieron compartiendo casi toda su vida en las redes sociales. Sus gustos, los lugares que visitaron, las personas con las que se rodearon, sus memorias más preciadas, todo, absolutamente todo ello, y mucho más, como su iris y sus datos biométricos, fueron entregados de forma gratuita a las grandes compañías tecnológicas y en menor medida, pero no por ello menos relevante, a distintos organismos públicos. El consumidor moderno, entiende entonces que el mero hecho de compartir esos datos, ayuda a mejorar los servicios que recibe, aunque esperan claro que sus datos sean utilizados de una forma éticamente correcta. Desafortunadamente, sabemos que ese no es siempre el caso. Ya todos estamos familiarizados con los escándalos de Facebook, a través de Cambridge Analytica, con el Brexit y la elección presidencial de Donald Trump contra Hilary Clinton en el 2016.
Volviendo a la pregunta original que plantea el subtítulo de este apartado, su respuesta es difícil por la dicotomía que nos presenta. Por un lado podríamos argumentar que los consumidores serán los grandes ganadores de esta revolución tecnológica. Hoy contamos con miles de aplicaciones disponibles que nos ayudan en las más variadas formas. No solo hay aplicaciones para pedir un taxi, encontrar pasajes de avión, escuchar música o buscar una cita, también las hay para registrar los ciclos menstruales, mientras otras nos permiten conectarnos con familiares o amigos que se encuentran lejos, enviar y recibir dinero e incluso firmar peticiones online para sumar nuestro apoyo a un nuevo proyecto de ley o algún movimiento social. Todo esto y más está al alcance de nuestras manos, con aplicaciones gratuitas. Los beneficios que la nueva tecnología ofrece están a la vista. Por el contrario, también podríamos argumentar que la velocidad de adopción de los nuevos procesos de automatización, terminará dejando a muchas personas sin trabajo, por lo que al final de cuentas se perpetuará la idea de que los grandes ganadores sean quienes detenten el capital físico y/o intelectual. Pero el actual individuo trabajador, y su colectivo de pares, potencialmente hablando, podrían dejar de ser considerados parte del público objetivo de los bienes y servicios del empresariado si estos no cuentan con el dinero para pagarlo o para comprar los productos y servicios que se les muestra en forma de anuncios dentro de este universo de aplicaciones, en la medida que vayan perdiendo sus trabajos, y por ende, su fuente de generación de ingresos. ¿Quién va a comprar lo que yo produzco si nadie tiene dinero disponible para pagarme? Esa va a ser la pregunta que se van a hacer las empresas.